Sentir que se hirió al otro no debe deprimir o estancar. Debe tomarse como un tirón de orejas: llevarnos a reparar y analizar las causas de nuestro error.

Cuando dos personas comparten la casa, los hijos, las responsabilidades, el tiempo, las platas, los amigos… son infinitos los momentos alegres que pueden vivir. Pero igualmente infinita puede ser la lista de malos ratos, provocados por errores, descuidos o simplemente por las diferencias naturales de cada uno.

Estas discrepancias o peleas son normales y no tienen por qué perjudicar la relación. Pero, lo que sí desgasta el vínculo es no ser capaces de reconocer cuándo tuvimos la culpa y no saber reparar de la manera apropiada ese daño que provocamos en el otro.
La actitud ante el error

La culpa es tener la responsabilidad de las consecuencias negativas de un acto u omisión. El culpable puede adoptar diversas posturas y de esa actitud dependerá, en gran parte, el mayor o menor distanciamiento que provoque el error cometido. Algunas maneras equivocadas de tomar la culpa son:

Bajarle el perfil: Pensar “Ya me equivoqué, no hay nada que hacer”, o que no es para tanto y que el otro es exagerado o sensible.

Enrabiarse: Sentirse atacado por la queja del otro. Así, se invierten los papeles y el culpable termina enojado con la “víctima”, en el fondo, porque lo está obligando a aceptar que se equivocó y eso lo hace sentir mal.

Quedarse en el remordimiento: Se le llama culpa persecutoria, pues el culpable se recrimina una y otra vez por su error, sin perdonarse a sí mismo. Esto lo llena de tristeza y lo aleja, pues se siente un peligro.

No ver la culpa: Hay quienes sencillamente no tienen idea de que hicieron algo mal, por lo tanto no se sienten culpables ni entienden la queja de su cónyuge. Otros, esquivan la culpabilidad justificando su actuar o buscando atenuantes.
La culpa correcta

En contraste, existe una manera de abordar la culpa que es positiva y una oportunidad para mejorar como personas y como matrimonio. Es una postura ante la vida que consiste en aceptar que podemos herir a otros y hacernos mal a nosotros mismos. Es decir, es una culpa que no devalúa a la persona por haberse equivocado, pues siempre se supo que eso iba a suceder. Esto no significa comenzar derrotados la batalla o usar como pretexto la imperfección humana, sino reconocer lo que somos.

La culpa sana implica también hacerse responsable de esos daños e intentar repararlos. Esto es posible porque el foco no está en uno mismo -“¡qué mal marido soy!”-, sino en el otro -“¿qué puedo hacer para que mi señora vuelva a estar contenta?”. Es entonces una culpa que mira entusiasta al futuro y permite mejorar. Eso no ocurre cuando la persona sólo se queda pensando en lo que sucedió, en lo que debería haber hecho, en qué hubiera pasado si hubiera dicho otra cosa… De esa manera la culpa nos hace perder nuestro presente, nos estanca en el pasado y en el error.

Mirar con los ojos del otro

En algunos casos la equivocación es evidente y el culpable, también. Por ejemplo, si el encargado de ir a buscar al hijo al colegio no fue. Pero otras veces, el error es subjetivo y tiene que ver con la forma de ser y las necesidades particulares de cada marido o mujer. Así, lo que le molesta a uno, no tiene por qué molestar al otro, o al menos no con la misma intensidad.

Por eso, conocer y aceptar al cónyuge es fundamental. Y por lo mismo, cada error o desencuentro es una oportunidad: deja en evidencia la necesidad de mirar con más detención al otro. ¡Cuántas peleas incluyen la frase “es que no puedo entender que te importe tanto eso”! Y la verdad es que no se puede dictar qué es importante o no para el otro. En ocasiones podrá tratarse de mañas excesivas, pero la mayoría de las veces corresponde a formas de ser o tiene que ver con vivencias anteriores. Entonces, al evaluar si se actuó bien o mal, no sólo se debe tomar en cuenta el propio criterio, sino también el del cónyuge.
El contexto del desencuentro

Virtudes como la generosidad, la humildad y la serenidad son claves para reconocer el daño y tomar correctamente la culpa. Y, por supuesto, deben estar presentes siempre, no sólo cuando ocurre una discrepancia. Así lo demuestran muchos estudios y ha sido la conclusión reciente de un grupo de académicos de la Facultad de Psicología de la Universidad del Desarrollo.

Ellos describen que el terreno más fértil para la relación matrimonial es el equilibrio entre el deseo y el cuidado. Obviamente en algunos momentos el péndulo se va para un polo u otro, pero en promedio, está centrado. Porque cuando se hace protagonista el cuidado, la relación se parece a la de una madre y su hijo, donde uno se desvive por agradar al otro. Y en los casos donde la base es el deseo, se forja una relación muy intensa, pero que no se proyecta en el tiempo, que se centra en lo físico y es, por lo tanto, más vulnerable.

Cuando hay cuidado, apoyo, atracción y comprensión las faltas no desgastan. Primero, porque será difícil pasar a llevar muy profundamente al otro y porque el que se equivoca pide perdón a tiempo. Pero también porque se produce un círculo virtuoso: lo bueno de la relación es el más poderoso argumento para hacer la vista gorda a lo malo y para estar pendientes de no herir al otro.

Cinco puntos importantes:

* Saber qué hiere a mi cónyuge.
* Estar pendiente de los signos de daño en el otro y no ignorarlos.
* Si soy culpable, aceptar las consecuencias de mi error.
* Pedir perdón. Si es posible, corregir; si no, intentar reparar con otra acción agradable para el otro.
* Analizar qué me llevó a herir al otro e intentar que no vuelva a suceder. Ese esfuerzo ya es un tremendo aporte a la relación.

Cuidado al culpar A veces uno considera que el otro debiera sentirse culpable por no dar nada a cambio de lo que uno hizo. Pero en un matrimonio, las cosas rara vez son linealmente recíprocas.



Comment

THERE ARE 0 COMMENTS FOR THIS POST

Publicar un comentario