¿Han atesorado alguna vez un objeto? ¿Un trofeo, un premio, un automóvil o una casa? ¿Cómo tratamos a los objetos valiosos? ¿Los tiramos en un armario y nos olvidamos de ellos? Por supuesto que no. Por lo general, los exhibimos en un lugar de honor y los mantenemos bien cuidados. Pensamos en ellos a menudo y les hablamos sobre ellos a los demás cuando podemos.

Me acuerdo cuando, después de seis meses de búsqueda, finalmente encontramos la casa perfecta. Fue como encontrar un tesoro escondido. Durante las siguientes semanas, de lo único que podía hablar era de la casa. Me pasaba horas y horas pensando en cómo iba a decorarla. Cuando por fin la compramos, ¡me pasé realmente horas y horas decorándola! Mientras vivimos allí, continué sintiéndome orgullosa de mi casa y me encantaba mostrársela a mis amigos y a mis familiares.

 Estoy segura de que la mayoría de ustedes pueden relacionarse con algún objeto en su vida que haya tenido un lugar de honor en su corazón. Quizás sea el automóvil que habían deseado durante tanto tiempo, y que ahora lavan todos los días; o aquella medalla que ponen a la vista con tanto orgullo; o ese gran pez trofeo que tienen montado sobre la pared para alardear de su logro. ¿Por qué tan a menudo nos ocupamos mejor de nuestros bienes materiales que de nuestro cónyuge?

Por desgracia, tengo que admitir que hay veces que me ocupo mejor de mi casa que de mi marido. Quizás sea porque se nos enseña cómo limpiar la casa, lavar el coche o cuidar de nuestras cosas, pero a menudo no se nos enseña cómo atesorar a la gente. Solo cuando aprendamos verdaderamente a atesorar a nuestro cónyuge por encima de todo lo demás –excepto nuestra relación con Dios– comenzará nuestro matrimonio a sanarse, crecer y florecer.

Tomado del libro: Descubra los tesoros del matrimonio de Editorial Patmos

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