Por: Blanca Mijares

El amor conyugal es el modo más perfecto y más humano de amarse. Hay muchos otros modos de amar también muy hermosos, pero el amor conyugal por ser un amor que se asume libremente y que involucra a la totalidad del ser humano masculino y femenino para alcanzar unos fines tan nobles como traer seres humanos al mundo en un ámbito de amor incondicional y de la compañía íntima profunda y plena, constituye la mejor respuesta a las inclinaciones naturales de nuestro ser personal que demanda ser acogido plenamente. Los cónyuges se unen en lo que son: cuerpo y alma. Se convierten en una misma carne gracias a las posibilidades biofísicas y espirituales de su ser masculino y femenino que se encuentran naturalmente y generalmente llamados a unirse. Es a este tipo de unión a lo que se le llamo matrimonio. Es una realidad preexistente a la que se le puso ese nombre para distinguirla de otras formas de amar.

La justicia demanda darle a cada quien lo suyo, por eso es una injusticia querer llamar matrimonio a otras realidades que aunque semejantes no son iguales. Por ejemplo, los delfines y las ballenas son mamíferos marinos que comparten muchas semejanzas pero que son distintos y sería un gravísimos error querer ponerles el mismo nombre. Los biólogos marinos se opondrían a tal resolución, aunque fuera por mayoría de votos. Es lo mismo que nos pasa a los matrimonialistas, no podemos aceptar que se le ponga el mismo nombre a realidades diversas y con problemáticas y necesidades diversas. Es de justicia darle su lugar a cada realidad y ponerle un nombre distinto a cada una para poder responder y estudiar mejor a cada una, y de este modo, poder ofrecer lo propio a cada realidad.

El ser humano, desde su concepción trae impresa una de las dos modalidades humanas: masculina o femenina, que le orienta a una configuración física, emotiva e intelectual, distinta entre sí, que determinan un modo de ser y de obrar también distinto. Pero como todo los que evoluciona puede llevar por distintos derroteros, de cualquier modo, en la mayoría de los casos, en la pubertad esa configuración va adquiriendo sus rasgos definitivos y el joven o la joven se va haciendo consciente de ellos. El adolescente posee la capacidad de una vida interior que descubre llena de una afectividad desbordante, causada por el descubrimiento de los otros como posibles candidatos a una relación interpersonal, surgen los grandes amigos, los grandes ideales, todo es posible. Es una etapa llena de descubrimientos y de retos. El yo personal –el alma racional- se abre al mundo de los valores, especialmente al valor del amor, del amor verdadero: total, fiel, permanente, honesto, desinteresado, generoso. El joven se descubre capaz de amar y de ser amado de este modo. Desea salir de sí mismo para instalarse en la interioridad de otro sexualmente complementario, es este el primer paso para que el joven sea capaz de un amor que pueda llevar el apelativo de conyugal.

La libertad humana, la educación y los derroteros biográficos, pueden desviar al joven de esta inclinación natural, lo pueden confundir y llevar por caminos con resultados menos satisfactorios en sentido de realización personal. El joven que se deja llevar por los instintos y sus pulsiones genitales, y las satisface de forma impersonal, obtiene placer inmediato, fácil y aparentemente sin dejar huella, es un bien pasajero y superficial el que ha obtenido. Está actuando fragmentado, pues está haciendo uso de solo una parte de su naturaleza y de la que menos le distingue como ser humano. En cambio, cuando el joven siente la pulsión, pero la encausa con su inteligencia hacia un encuentro interpersonal de amor con alguien al que se le quiere el bien, porque se le considera valioso, y pondera las consecuencias de sus actos, está actuando con libertad, está haciendo uso de los atributos que lo distinguen como ser humano y por lo tanto, se está realizando más plenamente como tal y está adquiriendo virtudes que le perfeccionan, pues lo hacen una persona, paciente, prudente, considerada, generosa, respetuosa; valiosa en una palabra.

La sexualidad involucra profundamente a todo el ser de la persona, por eso ha de ser reflexivo y comprometido. Al personalizar el instinto sexual en la persona en la que se ama, los esposos descubren con facilidad que es lo debido en ese momento, ya sea un momento de amor apasionado o esperar a un momento que sea más enriquecedor para la pareja. Actúan como seres humanos que se aman y no como animales presas de sus instintos. El novio o la novia que realmente ama al otro nunca hará nada que lastime al otro o que comprometa su conciencia. Si tienes una novia o un novio que te presiona a hacer cosas que preferirías no hacer, tal vez no te ame conyugalmente. Puede que te quiera, que te quiera para su satisfacción personal, pero que no te ame.

La dignidad humana exige de cada persona un modo de comportarse digno. Para empezar, el ser humano ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, compartimos su genética espiritual. Aumenta la dignidad humana cuando su corporalidad ha sido dignificada por un Dios encarnado, Jesucristo, en la naturaleza humana. Y para rematar, los que somos cristianos somos hijos de Dios por el bautismo. Estos tres hechos nos deberían llevar a una profunda reflexión sobre el modo como nos comportamos y de cómo tratamos a los demás.
Ningún hombre debería ser tratado como objeto de placer,  es una falta muy grave contra nuestra dignidad. El ser humano es persona porque comparte un ser espiritual semejante al Divino, por su capacidad de relación interpersonal y creativa con otras personas: Dios, los Ángeles y otras personas. Estamos muy por encima de cualquier otro ser viviente, por eso debemos comportarnos desde esas alturas. Es un derecho y una obligación de todo ser humano tratarse y tratar a los demás y todo lo creado con responsabilidad. Toda persona tiene los medios y las capacidades necesarias para dignificar sus relaciones interpersonales, esto es a través del dominio que puede hacer sobre su vida y destino, enfocándolo hacia un fin elevado y trascendente.

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