Una persona sólo puede ser libre si quiere y si está dispuesta a entablar contacto con su verdad interior, que no es sino el conocimiento de los que Dios ha pensado al pronunciar nuestro nombre. Mientras no sé quién soy y quién podría llegar a ser soy como un capitán sin rumbo, mi barco tiene agujeros y se hundirá. Mi verdad me hace libre, pero es un bien costoso que se adquiere progresivamente y en la medida en que se entra en ella, pero exige comprometerme, tomar partido y exponerme. Aquella persona que soy yo y que Dios ha querido desde siempre, tiene un rostro único y una tarea inconfundible. La respuesta a este cuestionamiento puede llevare a cambiar el rumbo, pero cuando se sabe que el viaje terminará bien, los acontecimientos de la vida pueden considerarse como una bella aventura. Un cristiano de verdad jamás tiene miedo, el único peligro de verdad consiste en extraviarse en traicionar su verdad. Un cristiano jamás está solo, Dios le conduce, su vida es dialogal, y entre más conoce su misión más fuerzas tiene. Esa voz de Dios es la conciencia, ahí se está a solas con lo mejor y lo peor de nosotros mismos. Cada quien ha de obrar en armonía con esa conciencia, nadie le puede forzar a obrar en contra de ella, ni se le debe impedir que obre conforme a ella, nadie tiene derecho a cargar sobre otros la responsabilidad de su propia actuación. El hombre libre actúa por convicción, no por convención. Jamás debemos consentir que se nos lleve a donde no queremos ir, pero sólo podemos seguir una verdad si la hemos comprendido. La conciencia no es algo totalmente autónomo, está ordenada a la verdad y en relación con ella, por tanto cada quien tiene el deber de formar su propia conciencia.

La conciencia puede estar deformada en dos sentidos; por superficialidad o por escrupulosidad. Embotada por ser superficial de modo que prácticamente no nos reclama nada como si siempre obráramos de modo cuasi perfecto, o bien, en el extremo opuesto, al ser excesivamente escrupulosa encuentra deberes y reclamos en donde no los hay. La claridad interior, el justo punto de una conciencia recta proviene de la conexión con Dios que nos da esa claridad interior que necesitamos, no sólo para evitar lo prohibido sino sobre todo para animarnos a hacer lo permitido, puesto que no sólo hemos de ocuparnos de no hacer el mal sino de hacer todo el bien posible y tal vez es más el bien que deja de hacerse que el mal que se hace. Cristo nos invita a esa intimidad con Dios que nos ordena a hacer su voluntad, nos concede el don de realizarla.
Dios no quiere esclavos, quiere hijos, que miremos más a él y menos a nuestro alrededor. La voz de nuestra conciencia es anterior a todas las voces, y la fidelidad a esta voz será lo decisivo. Evidentemente que esto no significa que siempre entendamos lo que nos pasa, pues lo que suele pasar es que no sepamos qué nos pasa. Dios es más grande, El sabe más. Un hombre unido a Cristo vive la fascinación de una apertura plena a la realidad, el amor no conoce medidas, se extralimita, todo cuanto hay de verdadero, bello y bueno, tanto la vida como la muerte, el presente como el futuro, todo es suyo, vive en una profunda libertad, la de saberse hijo de Dios, todo le es lícito como diría San Pablo, todo le está permitido, no es siervo, es hijo y amigo de Dios.

Fuente: Tomado de la obra de Jutta Burggraf. Edit. Rialp Madrid 5ª.Edición 2010

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