¡Cuántas personas de repente se dan cuenta, quizás en una edad avanzada, que no han vivido, que no han sido ellos los protagonistas de su existencia. Hay, quienes pasan la vida ‘semiviviendo’ y hay también quienes no dejan vivir a los demás, atormentando a otros con un sinfín de reglas, controles y mandatos que ahogan los ánimos y las ganas de vivir. Ya Tácito lo advirtió en la Roma clásica “Cuántas más leyes dé el Estado, peor gobernará”. Sólo el amor nos permite vivir la fe libre y alegremente, no se puede obligar a nadie, cuando un sistema reprime la libertad de conciencia impide mucho bien.

Es claro que la Redención no ha sido decretada y se apoya en el frágil depósito de la libertad, y si está ligada a la libertad, si no ha sido impuesta al hombre, por esas mismas razones es, hasta cierto punto, destruible, como diría Benedicto XVI. La libertad es un riesgo, como el amor. Si queremos vivir a la altura no podemos renunciar a ninguno de ellos. El pecado no sólo consiste en hacer el mal, también en omitir el bien, en no actuar y no vivir por miedo a equivocarse. Los hombres tenemos derecho a la libertad aunque cometamos errores.

Todos necesitamos la experiencia de ser incondicionalmente amados. Quien no tiene esa experiencia no ama. Y quien se siente tratado como un objeto, del mismo modo trata a los demás. Si ha sido explotado explota a los demás. Por esto, en un mundo tan desvalido como el nuestro, es urgente reconocer a Dios, pues de lo contrario se carece no sólo del amor de los hombres sino también del de Dios, así jamás recuperaremos la autoestima perdida. En un ambiente en que tenemos que ocultar asiduamente nuestras debilidades para no ser juzgados fríamente, sólo podemos relacionarnos superficialmente con los demás, todo lo que nos interesa, nos duele, nos quita el sueño, nos causa contrición o compasión, lo que nos enciende de alegría o de dolor, en fin todo lo que se encuentra en el fondo del alma se queda fuera de nuestras relaciones humanas, volviéndose cada día menos estimulantes y más artificiales. En cambio, donde reina la confianza, donde se respeta a los demás, nos sentimos todos valiosos y aceptados, no es necesario ni cerrarnos ni defendernos, podemos dejar de lado la armadura y abrir el corazón y así, participar a otros nuestra intimidad. Hay personas que engendran en torno a sí un ámbito de confianza. Es como si dieran alas a los demás. Cran grandes espacios vitales en los que todos pueden desenvolverse con gozosa iniciativa. El mundo se percibe más ancho, más amplio, la vida parece más bella. Así, el hombre puede dirigirse al despliegue de su libertad personal.

Fuente: Tomado de la obra de Jutta Burggraf. Edit. Rialp Madrid 5ª.Edición 2010

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