Tras un éxodo de más o menos duración, llega el cumplimiento inicial de la promesa. Se ratifica el compromiso de amor. El noviazgo había evocado lo mejor de cada uno y provocado lo mejor del otro. Ahora la vocación de amor se hace convocación y celebración comunitaria.


Se hace de modo público y festivo. Es menester festejar el momento y la decisión de comprometerse de por vida. La alegría del «te quiero a ti como esposo/a y me entrego a ti y prometo serte fiel todos los días de mi vida» es culminación de todo un proceso de espera y de expectación. Es un punto de llegada largamente anhelado, una fecha indeleble en la biografía personal. Terminado el emparejamiento, comienza la pareja. La inspiración y los sueños que encarnan la mejor humanidad de cada uno se plasman en el esplendor festivo de ese día.

Es un gran empeño por hacer feliz al otro y por hacer partícipes a los demás de la felicidad común. De esta manera, la boda ejerce la función de expresar públicamente la vocación de hacer feliz al otro, de explorar todas las posibilidades para que el cónyuge disfrute, se sienta querido y feliz.

La boda y su celebración es cumplimiento de la promesa y promesa de cumplimiento. Volviendo al paradigma del desierto, el compromiso matrimonial aparece como la alianza de amor. El compromiso de los esposos se parece al compromiso de Dios con su pueblo: «Vosotros seréis mi pueblo, y yo seré vuestro Dios». De la misma manera que la alianza de Dios se renueva, así también la alianza de amor conyugal está llamada a renovarse y vivirse cada día. Necesita ser ratificada, profundizada constantemente. Tiene que mostrar su fecundidad y su fuerza en el estilo de vida. Pero es cabalmente en ese despliegue donde se va mostrando también su fragilidad.

Fuente: http://bit.ly/1qbZGOc

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