El noviazgo es también una aventura. Se emprende un camino nuevo que tiene gran atractivo y también notables riesgos. Implica dejar las seguridades de lo ya conocido y emprender un experimento hacia dentro de cada uno y hacia el otro. Te lleva a ir dejando la pandilla de amigos, la comodidad del hogar, las seguridades económicas y afectivas. Te pone en camino hacia la tierra prometida y te hace ejercitar la fe y la esperanza ante la novedad y libertad de la persona amada.


El enamoramiento incipiente implica el ejercicio del arte de la seducción. Cada uno muestra lo mejor de sí mismo. Muestra sus mejores encantos personales: su belleza, sus habilidades, su simpatía, su inteligencia. Pone en juego lo que considera más valioso y atractivo de su ser varón o de su ser mujer. Se llena de expectativas y deseos de caer bien al otro y responder a lo que imagina que el otro espera. Pero en el desarrollo de la relación los encantos de la seducción van dejando ver con más realismo los límites del amado o amada, sus luces y sus sombras. Van emergiendo y desarrollándose las mejores capacidades de cada uno: su generosidad, su amor, su entusiasmo… Se dan también los primeros tanteos en el arte de la dominación y de la posesión. Te quiero mía, te quiero a la medida de lo que a mí me gusta y yo necesito. Te quiero porque te necesito: me hace falta tu compañía, tu cariño, tu simpatía, tu seguridad, tus ganas de vivir, todo lo que tú me das…

Estas pretensiones, más o menos explícitas y conscientes, producen conflictos. Con alguna frecuencia estallan. Son bien conocidas las discusiones de los novios. Constituyen en realidad pruebas de fuerza. Están en el contexto de la pretensión de dominar al otro. En el origen de la relación matrimonial son inevitables los momentos de desierto. De la misma manera que en el desierto se va formando el pueblo de Dios como pueblo de la alianza, así en el tiempo del noviazgo se va formando la intimidad de la pareja y se va experimentando el «nosotros» en la complementariedad. Amar es un sentimiento. Pero es también una decisión aventurada. No se tienen todas las cartas en la mano. Entra en juego la libertad del otro. Una libertad siempre abierta y sorprendente. La irrenunciable tentación es querer cambiarlo para que se parezca a la imagen ideal que uno se ha hecho del otro. Para madurar hay que aceptar al otro tal como es, con sus decisiones, con su historia y su crecimiento personal; hay que pasar del «te amo porque te necesito» al «te necesito porque te amo».

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