La libertad es algo originario y elemental, llega a los más hondo de la persona, no se trata de una mera propiedad de los actos humanos sino un elemento constitutivo del ser personal que somos. Significa, de algún modo, un radical ‘estar conmigo’ una apertura a la realidad.
     Estamos llamados a ser los protagonistas de una historia, la nuestra, a seguir nuestra luz interior, las verdaderas aventuras suceden en nuestro mundo interior, nadie puede evitarlas.
     El hombre tiene un espacio interior, aquel sitio en el que está a solas consigo mismo, y ahí goza de un dominio de su mundo interior, y puede o no manifestarlo al exterior según le convenga o no. Ese mundo interior es aquel lugar donde los otros no pueden entrar, es nuestro ‘santuario’ lo que sólo conozco yo, ahí nadie puede apresarme, ahí me poseo, soy dueño de mí, es mi espacio, aquel en el que no tienen acceso los demás. Mientras no descubrimos esta verdad vivimos errantes.

     El hombre es libre cuando mora en casa. Hay muchos que nunca están consigo mismos, siempre con otros, no saben descansar en sí mismos, han convertido su vida en un ajetreo, sufren las consecuencias del estrés, una especie de cansancio crónico, lo único que quieren por La noche es descansar, evitan salir con sus esposas, pasar veladas románticas o encuentros dialógicos, todo esto los lleva a una especie de enajenación espiritual, no tienen tiempo de dar un vistazo al interior de sí mismos. Estar a solas de vez en cuando es tan necesario como comer o beber. Por desgracia muchos no pueden estar a solas consigo mismos, otros si pueden pero no quieren, huyen de su mundo interior, les da horror el silencio, no quieren ser sus propios amigos, prefieren hacer viajes alrededor del mundo, vivir pegados al ipad o al walkman, comprometerse en miles de actividades políticas, culturales, sociales o incluso religiosas, se separan a toda costa de su propia intimidad. Ignoran que si no estoy a gusto conmigo mismo no estoy a gusto en ningún lugar. Si no me he encontrado a  mí mismo, no puedo realizar un verdadero encuentro con ninguna otra persona. Si no soy yo mi propio amigo, no puedo entablar con nadie una auténtica amistad. Si no hay armonía en mí no puedo sembrar la paz.
     Las razones por las que se suele escapar de este espacio interior son diversas, es el miedo a poseerse, a enfrentar la tarea de ser yo mismo, sienten angustia ante la libertad, pueden a ser de su vida lo que quieran, pero no saben qué quieren, ¿quién les ayuda? En el fondo están solos, ¿quién les acompaña? La libertad implica un gran riesgo, el de fracasar. Cuando estoy conmigo, experimento mi soledad, percibo mi falta de orientación, mis límites, no puedo abandonarme y dejarme llevar por las circunstancias, viviendo simplemente de un desayuno a otro, de un fin de semana al siguiente.
     Nada del mundo puede serlo todo, puesto que todo es finito y limitado, imperfecto y pasajero, ¿Qué sentido tiene pues la vida? De algún modo nuestro esfuerzo se proyecta hacía adelante, apunta a algo, perseguimos algo con sentido de totalidad. La realización de este deseo, de este anhelo de plenitud es algo que nosotros no podemos darnos por sí mismos. Hay algo absoluto en nuestro interior, ansiamos lo infinito. Vivimos en medio de la tensión entre nuestra finitud e imperfección por un lado y el deseo de absoluto, infinito y perfecto por el otro. Podemos experimentar la soledad más radical y al mismo tiempo el ansia más legítima de ser amados, comprendidos y acogidos. Nos encontramos en el centro de una paradoja, tender hacía una perfección que no podemos darnos. Esta tensión es el origen del desasosiego, de la inquietud y la insatisfacción que con frecuencia nos visitan. No podemos ser un absurdo, a nuestra inclinación a lo absoluto le debe corresponder la posibilidad de penetrarlo, y es aquí en donde sólo Dios es capaz de ofrecernos la respuesta, pues la causa de una cosa, dice Tomas de Aquino, ha de ser la causa de su perfección. Y es que el hombre no ha sido creado para vivir una vida apagada, sino para vivir a sus anchas y sólo Dios puede ofrecer al hombre esta satisfacción total. Sólo si Dios existe la vida tiene sentido y el hombre no es un ser perdido en el espacio y en el tiempo. La fe nos da seguridad y permite que nos aceptemos a nosotros mismos, pues cada uno ha sido aceptado incondicionalmente por Dios. Todo lo creado está marcado por la bondad divina, pues ha sido llamado a ser. Sólo en el misterio de Dios tiene respuesta el misterio del hombre, sólo el que conoce a Dios, dice Romano Guardini, conoce también al hombre.
     Dios quiere habitar en nosotros. Decía Agustín de Hipona “Tú estabas dentro de mí y yo fuera. Y fuera te andaba buscando”. Pero para encontrar a Dios dentro de nosotros hace falta abrir las puertas de este espacio íntimo, del silencio y quietud que hay en nosotros mismos, invitar a Dios a entrar a ese ámbito al que solo yo accedo.
     Hay gente que se pasa la vida muy atenta a cumplir con sus obligaciones y a luchar a muerte por barrer cada día sus defectos, sin darse cuenta que si dejaran encender dentro de su corazón el fuego de un gran amor, todo sería mucho más fácil, y la cuestión no es ¿Qué puedo hacer por Dios? Sino ¿Cómo me dejo amar por él? No agradamos a Dios por nuestros méritos y virtudes, sino por la confianza que ponemos en él, seguros de que él sabe más.
     Cuando Dios habita en mí, tengo el gusto de estar conmigo y nunca estaré solo, sino acompañado. Ya no es necesario hacer monólogos con mis propios pensamientos, ni tener que resolver yo solo los pequeños y grandes problemas de cada día. La vida Cristiana es dialogal. Un cristiano vive en Cristo, y Cristo vive en él. Cuando estoy conmigo, entonces estoy vivo. Cuanto más dejo entrar a Dios más soy y me siento yo mismo, incluso soy más espontaneo y activo. Dios no es algo que se sobreañade a nuestras acciones, está en el mismo núcleo de la libertad. Dios termina llamándonos a un estilo de vida en el que no se trata de hacer más, sino de ser más, de vivir a tope. Estar siempre presentes, dispuestos a admirarnos y a disfrutar, de lo demás y de los demás.
     Ser cristiano de verdad es ser libre, no renunciar a la capacidad de pensar por cuenta propia, ser incluso en ocasiones un escándalo, tomado por loco, ridículo o retrasado mental. Ser capaz de decir lo que se piensa y de luchar contra todo lo que es reduccionista de la persona, le empequeñece, le masifica o cosifica. Sin lugar a dudas a los grandes santos de la historia les trajo absolutamente sin cuidado lo que los demás pensaran de ellos, esa es la libertad de los hijos de Dios.
     Entrégate a Dios y entonces volverás a tenerte a ti mismo. Hoy, son otros los que te tienen, los que te torturan, los que te asustan, los que te llevan de un lugar al siguiente. La fe te da una sana independencia del mundo e impulsa a la acción pues no te ancla a nada pasajero. Pero la vida interior no es un lugar en donde uno se atrinchera aislándose, pues eso nos haría introvertidos, sólo libres para nosotros mismos, quedándonos a solas y sin amigos. Es preciso escalar el nivel, abrirse, manifestar y usar la libertad.
     Estamos hechos para la comunión, para co-existir, para amar, para salir de nosotros mismos, dándonos, destinándonos.

Fuente: Tomado de la obra de Jutta Burggraf. Edit. Rialp Madrid 5ª.Edición 2010

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