El hombre nunca ha tenido un sentido tan agudo y celoso de la libertad como hoy, sin embargo no ha sido capaz de evitar el surgimiento de nuevas y sofisticadas formas de esclavitud. Hay quienes ni siquiera perciben sus cadenas, siempre se acomodan, lo que sienten, piensan o dicen, no es suyo, se trata de frases confeccionadas por periódicos, revistas, la radio, la televisión o el internet. En el momento en que alguien empieza a pensar y a actuar por su cuenta, y sostiene una opinión diferente, lo rechazan de inmediato como agresor, y lo paradójico es que esto sucede en sociedades de Occidente que se proclaman ‘libres’.
El mal que nos rodea sólo puede dañarnos de verdad en la medida en que encuentra complicidad en nosotros. Todos hemos sido invitados a desarrollar nuestra interioridad, pero solemos rechazar esta posibilidad, y así no es posible lograr vivir a tope y disfrutar, nos perdemos en cosas triviales, nos anclamos a lo superficial, se nos olvida que poco importa que un pájaro esté atado con una cuerda gruesa o con un hilo de seda, al final da igual, ¡el pájaro no puede volar!, decidir vivir solos es el principio de una cadena de conflictos sin fin. En aras de la libertad nos negamos a ser amigos de Dios para terminar dependiendo de los hombres. Es característica del pecado prometer la libertad y darnos la esclavitud. El salario del pecado es la muerte de la libertad.

Muchos sufren porque otros las determinan, no han logrado desarrollar confianza en sí mismos, hay otros que se las quitan. A veces damos poder sobre nosotros a los demás. Es el pecado el que nos hace esclavos de los hombres, rompe nuestra armonía interior, al alejarnos de Dios nos aleja también de nosotros mismos, y con el tiempo ya no nos pertenecemos, ya no queremos morar en nosotros mismos, no nos gustamos porque se nos ha instalado el mal. Esto nos lleva a evadirnos, a apuntarnos a todo con tal de no estar ni un momento a solas. El pecado nos ha introducido al túnel de la insatisfacción, creando un malestar general en nosotros, uno deja de sentirse a gusto en su propia piel, sin darse cuenta que si no se está a gusto con uno mismo no se puede estar a gusto en ningún lugar. Nos vamos construyendo una identidad ficticia “para ser como los demás”, no tenemos el valor de ser distintos, pensamos que nadie nos aceptará. Pero esta identidad ficticia es frágil pues no tiene fundamento más que un inmenso vacío interior. Cuando perdemos el contacto con nosotros mismos, no nos falta algo, sino casi todo. Luego nos asalta la tristeza que nos lleva a poner la atención en todo lo que no marcha bien, en convertirlo en el tema preferido, en quejarnos, vamos construyendo una lengua que solo sabe calumniar y manifiesta un corazón destrozado. El abandono a nosotros mismos nos convierte en personas extremadamente sensibles y susceptibles; nos puede herir casi cualquier palabra o gesto, tendemos a comportarnos como el avestruz, negándonos a ver a influir en la realidad mejorándola, y este modo de actuar, incluso de evadir el mal solo logra reforzarlo.
Otro obstáculo es el miedo, que genera tensión y angustia, nos quita libertad, nos encierra en la timidez o nos sitúa en la defensiva llevándonos a reaccionar con agresividad.
Una persona herida puede parecer dura, inaccesible e intratable, cuando en realidad no es así. Sólo necesita defenderse. Parece dura, pero en realidad es insegura, está como atormentada, está como niño herido, sediento de una aprobación que pocas veces recibe. Le falta la serenidad de los hijos de Dios.
Nuestras entregas no siempre proceden de la libertad interior, pueden ser una especie de estrategia para sobrevivir, la expresión de una necesidad egoísta, para no quedarnos arrinconados en soledad. Algunos se sienten obligados a responder a todo mundo y esto acaba siendo agotador. Cuando nos falta un sólido fundamento, nos sentimos inclinados a creer que llegar ‘a la cima’ es lo más importante, cuando quienes son libres de verdad no andan calculando las probabilidades de éxito, tienen metas más altas y más fascinantes. Es la poca autoestima y las escasas convicciones las que nos hacen rendirnos ante la presión social de tener éxito.

Tomado de la obra de Jutta Burggraf. Edit. Rialp Madrid 5ª.Edición 2010

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