Cientos de años atrás, en la Roma Clásica, las ceremonias nupciales duraban varios días y consistían de varios ritos distintos: en la víspera del día de la boda, la novia llevaba un cíngulo y un velo mientras le ofrecía los juguetes de su infancia a los dioses del hogar. Después llegaba la cena nupcial, en la que, tras más ceremonias, los novios quedaban unidos para el resto de sus vidas. En la India, incluso hoy en día, una boda incluye antiguos rituales para alejar a los malos espíritus. Luego se hacen los votos, y el padre o el hermano del novio arroja pétalos de flores sobre la pareja. O en China, por ejemplo, el color rojo es un invitado de honor a las bodas, pues simboliza amor, alegría y prosperidad. Muchos detalles nupciales, desde las tarjetas de invitación hasta las decoraciones de las casas de los novios, tienen este color.

Todo esto nos puede parecer un poco extraño, pero en realidad es lo natural. El matrimonio no es algo propio de Occidente y del Cristianismo solamente: es algo que es parte de la esencia misma del hombe, algo común a todos los tiempos, a todas las culturas y a todas las religiones. Por eso, con el paso del tiempo y en todos los rincones del mundo, es algo que se ha vivido de algún modo. Entonces, podemos preguntarnos, ¿por qué algo que en apariencia es tan “terrenal” como el matrimonio es reconocido como un sacramento por la Iglesia? ¿Por qué tiene una dignidad tan especial que el mismo Jesús quiso que fuera un sacramento?

Para entender esto, primero hay que entender mejor lo que son los sacramentos. Muchos recordaremos esa definición que se nos dio en nuestro Catecismo cuando éramos niños: “los sacramentos son signos sensibles instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia para darle gracias a los hombres.” Suele pasar que estas definiciones de diccionario son muy secas y no nos permiten ver todo lo que está detrás. Por ejemplo, definir un atardecer como el “último período de la tarde” no nos transmite la belleza de un sol anaranjado que se esconde tras las montañas, pintando a las nubes de mil tonos distintos, iluminando al mundo con una luz especial y llenando nuestros corazones de paz. Del mismo modo, decir simplemente que los sacramentos son signos no nos permite comprender la hermosa complejidad que yace en esa realidad.

La maravilla de los sacramentos es que son un puente que se extiende sobre el abismo infinito que separa a Dios y a los hombres, y que nos permite experimentar lo divino a través de nuestros cuerpos. Los sacramentos hacen que nosotros, que vivimos en los límites del espacio y del tiempo, seamos partícipes de lo eterno. Como seres humanos, somos cuerpo y alma. A veces se cree que la fe desprecia al cuerpo, y lo mira como algo inferior, incluso como un mal, como un obstáculo para nuestra relación con Dios. Pero Dios sabe que para que Él pueda comunicarse con nosotros, nuestro cuerpo es igual de necesario que nuestra alma. Por ello, en el Bautismo se moja nuestra frente con agua, se nos unge con aceite en la Confirmación y en la Unción de los Enfermos, en el Orden Sacerdotal se llevan a cabo la unción y la imposición de las manos, confesamos con nuestros labios y en voz alta nuestros pecados y se nos dicen las palabras de la absolución, y comemos y bebemos el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Eucaristía.

El matrimonio es una dinámica de entrega y de acogimiento total y absoluto. Los amantes se dan el uno al otro en todo lo que son, cuerpo y alma. Por el simple hecho de estar bautizados, el matrimonio de los amantes cristianos es un sacramento. Podríamos decir que hay dos líneas que podemos seguir para comprender mejor la sacramentalidad del matrimonio. Juan Pablo II habló extensamente de ellas en su Teología del Cuerpo; y ahora seguiremos el hilo de su pensamiento, aunque de una forma más sencilla, gracias a la claridad de uno de los mayores expertos de este tema, Cristopher West.

En primer lugar, el matrimonio es una imagen de la esencia misma de Dios. Dios, en la Santísima Trinidad, es una comunión de Personas. El Padre, desde toda la eternidad y para toda la eternidad, se entrega por completo al Hijo. El Hijo, que recibe el Don que es el Padre, se entrega a su vez totalmente a Él. El Amor entre ellos es tan profundo, pleno y verdadero, que es una persona eterna también: el Espíritu Santo. De la misma manera, el hombre está llamado a formar una comunión de amor entre personas. La dinámica de don y acogida entre el hombre y la mujer es tan profunda y real que se traduce en un nuevo y único “nosotros”, en esa “sola carne” que forman los esposos. Y así como en Dios el Amor se refleja en su Creación, los esposos se pueden convertir en co-creadores de un nuevo ser: un hijo.

Por otra parte, el matrimonio también es un símbolo del amor entre Cristo y su Esposa, la Iglesia. Al estar bautizados, los cristianos adquieren un compromiso con Cristo para toda la vida, y la unión entre Cristo y los miembros de su Iglesia se ve realizada de una manera más plena en la Eucaristía. De cierto modo, se podría decir que la Comunión es la consumación de matrimonio místico entre Cristo y la Iglesia. La vivencia de los votos matrimoniales durante toda la vida, y de un modo particular en el acto sexual, cuando los esposos se unen con más plenitud en una sola carne, constituyen un signo vivo y eficaz del amor entre Cristo y la Iglesia, y una participación real y profunda en él.

Por eso el matrimonio es un sacramento, y por eso es tan especial y maravilloso. De todos las maneras que Dios tiene para revelar su vida y su amor, es el matrimonio (consumado en el acto sexual) una de las más fundamentales. El matrimonio nos permite una comprensión particular del amor de Cristo. Es, parafraseando a West, una revelación primordial en el mundo de lo creado del misterio eterno de Dios. 

-Santiago Abella.

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