



Uno de los errores más extendidos acerca del matrimonio es casarse para ser feliz. Y es que la felicidad no se consigue empeñándose en ser feliz, sino procurando que lo sean los demás. Ya lo decía Kierkegaard: “Curiosamente, la puerta de la felicidad no se abre hacia dentro, quien se empeña en empujar en ese sentido sólo consigue cerrarla con más fuerza. Se abre hacia fuera, hacia los otros”.
La experiencia enseña con creces que cuando uno se siente triste, es cuando más necesita pensar en los demás, ya que muchas de las causas de la tristeza están relaciona
das a enfocarse en uno mismo y ver su propia realidad sin tener en cuenta la de las demás. Muchos problemas de “crisis” en el matrimonio sólo existen en la cabeza de quien los piensa que al no tener un dominio de su imaginación, provoca que realmente contaminen el matrimonio.
Uno de los mejores escritores actuales sobre estos temas, Javier Vidal Quadras, nos dice en su libro, Después de amar te amaré, que empeñarse en la propia felicidad es billete seguro a la frustración, a la depresión. La felicidad, es como el sueño en una noche de insomnio: cuanto más se concentra uno en conseguirlo, más esquivo se hace. Sin embargo, si, como dicen los especialistas en sueño, uno se olvida, se levanta, lee…entonces es más probable que el sueño acuda. Amar a los demás requiere esfuerzo. Pero es un esfuerzo muy bien remunerado: olvidarnos de nuestra felicidad tiene como recompensa esa misma felicidad: ¿Una extravagancia de la naturaleza humana? Por el momento, un dato de la experiencia.
Las personas más felices son las que pueden controlarse a sí mismas, que están preparadas para afrontar los problemas de la vida y sacar provecho de ellos. Lo confirman diversos estudios, hace poco leí uno en que indicaban que ante una crisis matrimonial, quienes deciden luchar y seguir adelante son mucho más felices que quienes decidieron divorciarse.
La felicidad que proporciona el saberse querido, la realización de una buena obra o el éxito de una actividad que costó mucho esfuerzo superan con creces la felicidad “material” del tener, y además se alarga en el tiempo.
La conclusión final es que uno no va al matrimonio para ser feliz, sino para hacer feliz al otro. Se trata de esforzarse cada día. Quien renuncie al esfuerzo ha firmado la sentencia de muerte de su matrimonio. Con la conciencia tranquila de saber que estamos dando todo lo que esté a nuestro alcance y lo que no para mejorar en nuestra familia y en nuestro trabajo, la alegría está asegurada, pase lo que pase. Se trata de luchar, no de vencer siempre. Sólo pierde el que no da todo lo que lleva dentro.

Lo que no conviene hacer cuando vives en pareja.
11:49
|
0
comentarios
|
relacion de pareja,
union conyugal

* Esperar a que mi pareja adivine lo que quiero y necesito, a que se adelante a mis deseos antes de formulárselos, a que renuncie a su vida personal y me coloque en el centro de su existencia, a que sea la procuradora de mi felicidad.
* Responsabilizarle de mis frustraciones, de que lo que obtengo de mi vida de pareja no se corresponde con mis expectativas, de los cambios que he tenido que introducir en mi vida.
* Competir por quién es más o menos, mejor o peor, quién le debe más o menos al otro, quién es esto, aquello o lo otro, quién es el que más pone para mantener viva la pareja.
* Ser infiel al proyecto en común, pero no entendido exclusivamente como las relaciones sentimentales y/o sexuales con otra persona sino en su totalidad. Para no perjudicar a nuestra vida en pareja hemos de mantenernos leales al compromiso adquirido, trabajar día a día para reavivar ese proyecto común, intentar que esa ilusión inicial, ese amor, crezca; o, al menos, se mantenga y la vida resulte gratificante para ambos.
* Acumular, sin sacarlos a la luz y sin comentarlos de forma relajada, desaires, desacuerdos, enfados, reproches, faltas de respeto y desilusiones,.
* Dudar de la otra persona. Las fisuras por falta de confianza suponen el inicio del resquebrajamiento de la pareja. Es difícil, y muy duro, amar a alguien de quien se duda.
* Permitir o propiciar los silencios ante situaciones que pueden provocar un desencuentro o bronca. Positivicemos: una circunstancia crítica puede ayudar a aclararnos, a adoptar compromisos y acuerdos. El silencio es el vacío y en éste (aunque en principio pueda resultar apacible y llevadero) no hay nada.
* Renunciar a formular nuestras quejas, necesidades y querencias de una forma clara, concisa y directa. Hemos de mostrar una clara intención de negociar cambios concretos y de acordar en firme con plazos determinados, todas las cosas que planteamos.
* La ironía, el sarcasmo, la crítica destructiva, el grito, el insulto, la ridiculización, la descalificación o el desdén al dirigirnos a la otra persona. Las formas cuentan, y mucho. La familiaridad no debe convertirse en ordinariez, falta de respeto o grosería. Hemos de procurar que las discusiones tengan un cierto protocolo, unos límites que no conviene sobrepasar. Todo puede decirse con un mínimo de corrección y respeto al otro. Lo cortés no quita lo valiente. -Culpabilizar al otro de todo cuanto no ha salido como esperábamos.
* Gestionar mal las cosas prácticas. Una vida en común tiene muchos aspectos tangibles,
prácticos y cotidianos sobre los que hay que llegar a acuerdos. Hemos de hacer frente a tareas domésticas, gastos y otros cometidos familiares. Habrá que hablarlo y ver cómo vamos a organizar los gastos, la distribución de las tareas domésticas, la crianza de los hijos o, incluso, las vacaciones. Lo mejor es una negociación continua que se adapta a cada etapa de la relación.
* Creer que sólo existo en cuanto que miembro de la pareja. La relación es cosa de dos, pero de dos que suman. Por tanto, empieza por uno mismo y es por ello que me cuido física y anímicamente, me mimo y hago de mi vida una vida rica en situaciones, experiencias nuevas y sensaciones; en esa medida, aporto riqueza a esa relación. Cada uno tiene su propia vida y la pareja es la expresión de dos vidas que se unen para sumar, para aportar la una a la otra.