Se podría definir la infidelidad como un acto de transgresión a un compromiso o garantía que alguien ofreció sin presiones a otro. Pero, la monogamia en realidad no significa no desear a más nadie, sino serle fiel al estándar de fidelidad que se ha pactado con la pareja. El problema sobreviene, claro, cuando lo que es fidelidad para uno, no lo es para el otro: para algunos bailar o mirar a otra persona es signo de traición. Para otros sólo cuentan las relaciones sexuales.

¿La biología manda?

Los antropólogos llegaron a la conclusión que los seres humanos no somos privativamente monógamos y la naturaleza parece que justifica la infidelidad: en apariencia, la cuestión estaría dada por la gran dependencia del cachorro humano, que necesita de ambos progenitores los primeros 3 años de vida. Esto explica porqué la mayoría de los divorcios sobrevienen luego de los 4 años de casados, cuando los niños han alcanzado la independencia y la pasión ha declinado indefectiblemente entre los padres. A partir de allí estaríamos en condiciones que otra persona nos atraiga, según los mandatos biológico-reproductivos.

De hecho el matrimonio y la monogamia fiel son construcciones sociales y
culturales, estudiadas antropológicamente, que nacieron a la luz de asegurarse herederos de la misma sangre y no arriesgarse a dejar el patrimonio a hijos ajenos, como hubiera sucedido si el humano seguía viviendo en clanes comunitarios. Digamos, una cuestión de mera conveniencia económica.

A partir de aquí, vemos que los hechos hablan de una tendencia humana a ser infieles y cambiar de pareja. Es claro que el hecho de amar y de compartir todo sólo con una persona es una
elección cultural que necesita mantenerse con esfuerzo.

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