Autora: Blanca Mijares.



Dentro de ese amor a los hermanos en Cristo, donde la Madre Teresa de Calcuta ha sido un gran ejemplo, que invita a algunos a consagrar su vida a Dios y sus hermanos por el Reino de los Cielos; encontramos también, el amor conyugal como un modo bien específico de amar a imagen y semejanza de Dios, capaz de perfeccionarnos y de llenarnos de vida. Esta capacidad de amar conyugalmente la encontramos impresa en nuestra naturaleza humana sexuada y se nos ofrece como posibilidad de perfeccionamiento personal a nuestra libertad. Todo joven tras la pubertad toma conciencia de su capacidad de amar de este modo: se da cuenta que es capaz de entregarse y de acoger a otro, igual en dignidad pero complementario en lo sexual, para formar una unidad indivisible y biográfica, para tener hijos propios y educarlos, y ser un bien reciproco, uno para el otro. No es gran ciencia saber esto, pero son muchos los que llegan a la ceremonia nupcial no queriendo esto y por lo tanto, hiriendo de muerte a su propio matrimonio desde su nacimiento.
Aunque es una tendencia impresa en nuestra naturaleza humana-sexuada, y se ha vivido en todas las épocas, el hombre como ser creativo y libre puede desvirtuar la naturaleza del amor conyugal y vivirlo de forma antinatural y por lo tanto, inhumana. Son muchos los casos de fracasos matrimoniales donde encontramos el fracaso no en la institución del matrimonio en sí misma, sino en las personas que lo fundan ya sea porque llegan al matrimonio sin saber en que consiste casarse, o ya sea porque desconocer su capacidad o la del otro para amar conyugalmente, o porque no han decido el matrimonio con esta persona en particular de forma libre, es decir reflexionada y voluntariamente. Creo yo que esta es la razón de fondo de muchos fracasos matrimoniales.
Por eso, por un lado,  es labor de todos defender la identidad del matrimonio real, para proteger a nuestros jóvenes de futuros fracasos matrimoniales que tanto dolor traen consigo para la pareja, sus hijos y familiares. Y por otro, tenemos que ayudarlos a forjarse en buenos amantes, es decir en personas valiosos gracias a la práctica de hábitos operativos buenos , como la generosidad, el compromiso, la paciencia, la prudencia, el orden, el respeto, el buen modo, la educación, la discreción de juicio, la fortaleza, el control de los impulsos, etc.  Que tengan aspiraciones altas, que sean capaces de apostarse y comprometerse por sus anhelos de trascendencia espiritual; que no sean ciegos ante los demás, que sean capaces de ver lo único, valioso e irrepetible de todos y cada unos de los demás seres humanos y deseen hacerles el bien; pues solo educando a hijos buenos segun el amor inteligente, voluntario, comprometido y generoso de Dios, es que los capacitamos para que alcancen sus mayores posibilidades de realización personal. En este sentido, la fe cristiana es el mayor bien que les podemos ofrecer como padres, no lo descuidemos o menospreciemos, pues su felicidad dependerá de ello.

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