Sin embargo, algunos padres no piensan así, prefieren la seguridad y no quieren que sus hijos salgan de la infancia. Aceptar el riesgo de la libertad de los hijos, constituye una de las pruebas más radicales de la vida de los padres. Si encierran a sus hijos, tal vez impedirán el llanto pero también ahogarán la risa. Respetar la libertad de un hijo no significa distanciarse de él, significa enseñarle a vivir, capacitarle para ser libre, a tomar sus decisiones. La verdadera autoridad hace crecer y no se convierte en una pesada carga que arruina el desarrollo. La verdad es la que nos hace libres, pero ella debe mostrarse no imponerse y para ello es preciso conversar largamente con los hijos. Si se prohíbe la crítica haces callar a los jóvenes lo que no entienden o no quieren aceptar, tal vez con ello puedas lograr una aparente paz, pero pagarás pronto un precio muy alto.
Si el educador comprende que la rebeldía puede ser sana, si son capaces de pedir perdón cuando les corresponde, si están dispuestos a aprender inclusive de los jóvenes, entonces el ejercicio de la autoridad se llena de madurez. Para ser padre, es preciso seguir siendo hijo. Cada uno necesitamos más amor del que merecemos, cada uno es más vulnerable de lo que parece.
Cuando ha obrado mal es preciso corregirle. Si no se corrige a los hijos se les puede hacer un grave daño. La falta de conciencia de la propia culpa, de la responsabilidad personal, es, quizás, uno de los rasgos más significativos del hombre actual. Sin embargo, sea como sea, conviene transmitir a todos los que han fallado que seguimos confiando en ellos, tal y como otros confían en nosotros pese a nuestras miserias. El educador no puede olvidar la tarea de mirar hondamente y tratar de descubrir lo que los jóvenes quieren expresar con su comportamiento… tal vez llamar la atención, sentirse solos, deprimidos o desesperados. Una persona puede romperse si se le exige continuamente más y más de lo mismo. Es verdad que la disciplina ennoblece, pero si es exagerada resta vigor y fortaleza. La dureza y la rigidez son cualidades de la muerte, la flexibilidad y blandura son cualidades de la vida. Si en el trato con los jóvenes se insiste en ‘machacarles’, con preceptos y amonestaciones, para que aprovechen bien el tiempo y rindan, lo único que se conseguirá son personalidades torcidas que, finalmente, han interiorizado las exigencias y ya no pueden disfrutar de la vida. Es cierto que Cristo pide frutos, pero esto ha de entenderse en el contexto evangélico y no según las claves de la sociedad del rendimiento. Es urgente aprender a observar, a sentir y a vibrar con la naturaleza, con la música, con la lectura, con la conversación, con la amistad, la entrega a los demás, con el contraste de ideas. Podemos ayudar a los jóvenes a descubrir el auténtico sentido de su vida si se tiene un proyecto vital.
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