Continuación de La excepción norteamericana y el camino a seguir...

Referirse a la reproducción como si fuera un negocio como cualquier otro contradice la dignidad de las personas y las necesidades de los niños. Nos gustaría que los norteamericanos, siguiendo los pasos de  Italia y Suecia, considerasen:
a) Prohibir la donación anónima de esperma y óvulos. Los niños tienen el derecho a saber cuáles son sus orígenes biológicos. Los adultos no tienen ningún derecho a privar a los niños de este conocimiento para satisfacer sus propios deseos de tener una familia.
b) Considerar limitar el uso de tecnologías reproductivas a los matrimonios.
c) Rechazar la creación de niños que legalmente no tienen padre. Se debería pedir a los hombres que donan esperma (y/o a las clínicas en el caso de que los hombres no pudieran) que tuviesen responsabilidades legales y financieras en el caso de que naciese un niño y no tuviese un padre legal.
Los cambios más importantes que apoya la actual industria de la fertilidad de Estados Unidos no son tecnológicos, sino sociales y legales.
Tanto la ley como la sociedad han hecho hincapié en sus intereses como adultos, sin tener en cuenta las necesidades y los intereses de los niños. Los padres que buscan un hijo merecen toda nuestra simpatía y apoyo. Pero lo que no debemos hacer es crear un grupo de niños al que se le ha denegado el derecho natural de saber cuáles son sus orígenes, y negado la posibilidad de tener unos padres responsables.
Resumiendo, las familias, las comunidades religiosas, las organizaciones comunitarias y los responsables de políticas públicas deben colaborar para alcanzar el mismo objetivo: fortalecer el matrimonio para que cada año haya más niños que crezcan junto a sus propias madres y padres en una unión conyugal de amor duradera. El futuro del experimento norteamericano depende de ello. Y nuestros hijos se lo merecen.


FUENTE:
Matrimonio y bien común: Los diez principios de Princeton. SOCIAL TRENDS INSTITUTE. Barcelona – Enero de 2007.  
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 Con el fin de abordar las crecientes divisiones raciales y de clase en el matrimonio, el gobierno federal y el del estado deben actuar rápidamente para eliminar las desventajas del matrimonio arraigadas en el sistema de seguridad social y la política fiscal (como la deducción del impuesto sobre la renta y Medicaid) que afectan a las parejas con ingresos bajos o moderados. Es inadmisible que  el Gobierno imponga desventajas fiscales sustanciales a las parejas  casadas con ingresos bajos.
Otra propuesta para reforzar el matrimonio para las parejas y las comunidades en riesgo es incluir campañas de información pública, programas de educación sobre el matrimonio y programas para proporcionar trabajos a las parejas con ingresos bajos que quieran casarse. Si se ensayan estas nuevas iniciativas, permitirá a los investigadores determinar qué medidas son las más adecuadas a las tareas en cuestión.

 Proteger y ampliar las disposiciones a favor de los hijos y la familia en nuestro sistema fiscal.

FUENTE:
Matrimonio y bien común: Los diez principios de Princeton. SOCIAL TRENDS INSTITUTE. Barcelona – Enero de 2007.  


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 Los tribunales actuales, con el sistema de divorcio actual de Norteamérica, ofrecen menos protección a los contratos matrimoniales que a los contratos mercantiles. Algunos de nosotros, aunque no todos, apoyamos que se vuelva a instaurar un sistema de divorcio en el que se tengan que especificar los problemas de la pareja. Pero todos admitimos que el sistema actual no funciona ni en términos prácticos ni morales y necesita una reforma urgente.
Pedimos que se busquen nuevas maneras para que la ley pueda reforzar el matrimonio y reducir un índice de divorcios innecesariamente tan alto. Sin duda, consideramos que proteger a las mujeres y los niños de la violencia doméstica es un importante objetivo que tenemos que conseguir. Pero como tanto los niños como los adultos de las uniones extramatrimoniales corren un mayor riesgo de sufrir tanto violencia doméstica como abusos, el fomentar que haya unos índices de fragmentación familiar más altos no es una buena estrategia para proteger a las mujeres de hombres violentos, ni a los niños de los maltratos domésticos.
Estas propuestas son las que consideramos más destacables:

a) Aumentar los períodos de espera para un divorcio unilateral sin asignación de culpas. Requerir que las parejas de matrimonios no violentos tengan consejo (religioso, secular o público) que les sirva para resolver sus diferencias y renovar sus compromisos matrimoniales.
b) Permitir la creación de convenios prenupciales que restrinjan el divorcio a las parejas que esperan más compromisos matrimoniales de los que permite la ley actual. (Los contratos de matrimonio entre judíos ortodoxos que aplican los tribunales civiles pueden servir como modelo.)
c) Incluir en los programas de educación sobre el divorcio intervenciones (como PAIRS o Retrouvaille) que ayuden a facilitar las reconciliaciones y también reduzcan la acritud y el litigio.
d) Aplicar estándares de falta para una equitativa distribución de la propiedad que sean consecuentes con los mejores intereses para los niños. En el caso de un cónyuge abusivo o infiel, no se debería distribuir la propiedad a partes iguales con el cónyuge inocente.
e) Crear programas piloto sobre educación para el matrimonio y realizar intervenciones de divorcio en las comunidades de más riesgo, empleando tanto programas religiosos como seculares; seguir la efectividad del programa para establecer las “mejores prácticas” que pueden utilizarse en otros lugares.


FUENTE:
Matrimonio y bien común: Los diez principios de Princeton. SOCIAL TRENDS INSTITUTE. Barcelona – Enero de 2007.  
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La definición del matrimonio por parte de la ley es poderosa. Los jueces no deberían intentar redefinir el matrimonio imponiendo un nuevo estándar legal sobre lo que significa, o declarando falsamente que el concepto antiguo del matrimonio, como la unión de un hombre y una mujer, está arraigado en la animadversión o la insensatez. Tampoco, la ley debería enviar el falso mensaje de que el matrimonio es irrelevante o secundario a la siguiente generación, mediante la extensión de los beneficios del matrimonio a las parejas o individuos que no están casados. 

a) Resistir los intentos legislativos de crear un matrimonio entre personas del mismo sexo; utilizar mecanismos legislativos para proteger la institución del matrimonio como la unión de un hombre y una mujer que se complementan sexualmente como cónyuges. Instamos a nuestros representantes políticos a que apoyen la legislación que defina y promueva el verdadero significado del matrimonio. Asimismo, nos dirigimos a nuestros diputados para que voten en contra de cualquier proyecto de ley que se desvíe de este concepto del matrimonio. (No estamos en contra de que dos o más personas, con relación familiar o no, firmen unos contratos legales para compartir la posesión de una propiedad, compartir un seguro, tomar decisiones médicas la una por la otra, etc.).

b) Acabar con el dinamismo de los tribunales por crear e imponer el matrimonio entre personas del mismo sexo. Nos dirigimos directamente a los tribunales para proteger nuestro concepto del matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer. Los experimentos judiciales radicales que coactivamente alteran el significado del matrimonio están pensados para que sea más difícil crear y sostener una sociedad basada en el matrimonio, especialmente cuando tales acciones están evidentemente en contra de los deseos de los norteamericanos. 

c) Rechazar la extensión de rango de matrimonio legal a las parejas de hecho. Algunas poderosas instituciones intelectuales en el derecho de familia, entre las que se incluye el American Law Institute, han propuesto que Estados Unidos siga el camino de muchas naciones europeas y Canadá, y disminuya o elimine la diferencia legal entre el matrimonio y las parejas de hecho. Pero nosotros creemos que es injusto e imprudente:  a)que se impongan las obligaciones matrimoniales a personas que no las han elegido, o b) que se extiendan los beneficios matrimoniales a las parejas que no están casadas.

FUENTE:
Matrimonio y bien común: Los diez principios de Princeton. SOCIAL TRENDS INSTITUTE. Barcelona – Enero de 2007.  
En lo que se refiere a la vida familiar, la gran paradoja actual es ésta: toda sociedad (incluyendo la nuestra) que solemos considerar adecuada para la prosperidad humana (puesto que es estable, democrática, desarrollada y libre) padece una crisis radical humana generacional: un aumento en la fragmentación familiar y en el número de niños que crecen sin sus padres, además del desplome de los niveles de fertilidad que, de continuar, representarían un declive demográfico y social. De repente, las naciones desarrolladas se ven incapaces de cumplir con la simple tarea que toda sociedad humana debe cumplir: unir en matrimonio a hombres y mujeres y educar juntos a la siguiente generación.
Estados Unidos ha contribuido en algunos sentidos a este declive del matrimonio, pero en otros, especialmente en los últimos años, ha demostrado signos de una vitalidad inusual y renovada. Que sepamos, somos la única nación occidental que tiene un “movimiento a favor del matrimonio”. Somos la única gran nación desarrollada que ha experimentado un aumento de la fertilidad que casi alcanza la tasa de sustitución generacional.
El gran reto de la excepción norteamericana de nuestra generación es mantener y activar este movimiento de renovación del matrimonio. Debemos transmitir una cultura del matrimonio más fuerte, mejor y más sensible a la próxima generación, para que cada año haya más niños que crezcan con su madre y su padre unidos por un matrimonio basado en el amor. De esta manera, esos niños, cuando crezcan, también podrán disfrutar de unos matrimonios prósperos.
No es el Gobierno quien tiene que crear una sociedad basada en el matrimonio. Las familias, las comunidades religiosas y las instituciones cívicas –junto con los líderes intelectuales, morales, religiosos y artísticos– necesitan marcar el buen camino. Pero la ley y la política pública pueden tanto reforzar y respaldar los objetivos como destruirlos. Hacemos un llamamiento a los líderes de nuestra nación y a nuestros conciudadanos para reforzar la política pública que consolidará el matrimonio como una institución social. Esta nación debe restablecer la concepción normativa del matrimonio como la unión de un hombre y una mujer, para toda la vida, para tener y educar juntos a los hijos que sean fruto de su intercambio de amor, hijos que pueden aspirar a casarse y tener sus propios hijos en un futuro, y así renovar el círculo de la vida y hacer crecer el árbol genealógico. 
En particular, señalamos cinco áreas que requieren especial atención... continuará...


Fuente:
Matrimonio y bien común: Los diez principios de Princeton. SOCIAL TRENDS INSTITUTE. Barcelona – Enero de 2007. 
Muchos matrimonios llegan a justificar la gradual separación entre ellos, y en ocasiones, hasta el divorcio por una “irreconciliable disparidad de caracteres”. La pregunta es si tener distinto carácter es realmente un problema gravísimo e insuperable para un matrimonio, al grado que justifique tirar la toalla e intentar emprender un, supuesto, proyecto biográfico nuevo en soledad.
Los cónyuges que piensan así no llegan a darse cuenta de la importancia que tiene para la vida matrimonial el conocimiento del propio temperamento, y el del cónyuge, pues de no hacerlo se  enfrascaran en batallas que llevaran irremediablemente al desgaste y a la frustración.
El problema comienza con confundir carácter con temperamento. El temperamento, es algo natural con que nacemos, es la materia prima con la que habrá que trabajar a lo largo de toda la vida. No existe un temperamento mejor o peor, todos tienen características que explotar y otras que superar. Y por eso, el desear tener, o que el cónyuge tenga, otro temperamento es un sin sentido, es una batalla perdida.
Sin embargo, el conocer ese temperamento es lo que precisamente permitirá forjar el carácter a cada uno de los cónyuges. Gracias a que somos espíritus-encarnados, poseemos unas capacidades que nos distinguen como seres humanos y que nos permiten trabajar sobre el temperamento propio, entender el del cónyuge y, de este modo, alcanzar la tan ansiada armonía en la vida matrimonial.
Esto es así porque la voluntad es la facultad de querer o no querer cambiar ese temperamento, de decidir entre lo mediocre y lo mejor para la propia vida, y de la de quienes más amamos, entre lo bueno y lo malo, entre lo que forja nuestro carácter o lo destruye, y por lo tanto, posee la posibilidad de construir o no nuestras posibilidades personales y biográficas.
He aquí donde entra la madurez necesaria para el matrimonio. Solo una persona madura será capaz de responsabilizarse por su propio temperamento y de ser lo suficientemente generoso para aceptar al cónyuge como otro yo, con su temperamento, con el que también tiene sus luchas. Por eso, ambos deben de tener cierta madurez y equilibrio emocional para el matrimonio, que será posible distinguir desde el noviazgo por ciertos indicios en la bitácora biográfica del candidato. Este autodominio suficiente para el matrimonio lo notamos en la resolución de una persona: en la fidelidad que muestra a sí mismo, a sus convicciones, valores y proyectos, a sus amistades y familia;  a la lucha personal que entabla contra sus debilidades y en la adquisición de virtudes; que descubrimos como una fuerza interna difícil de definir, pero que inspira a quienes le rodean sentimientos de seguridad y confianza.
El forjar el carácter es una labor personal en la que han de empeñarse cada uno de los cónyuges. No es una labor fácil pero si necesaria para toda persona, si es que desea realizarse como tal. Es diferente encontrar el apoyo y compresión, necesarios para emprender la lucha diaria, en el propio cónyuge, que luchar constantemente en que éste cambie, para que se adapte al propio gusto y forma de ser. Es distinto apoyase mutuamente para alcanzar metas, sueños, proyectos personales y comunes,  que luchar infructuosamente contra el temperamento del otro, pues, por este camino no serán felices.
Las ventajas de conocer el temperamento mutuo, en el matrimonio, son:
-         Llegar a comprender y justificar mejor al otro cónyuge.
-         Darse un trato más justo, menos duro, mutuamente.
-         Ser más pacientes al conocer los defectos y flaquezas, mutuas.
-         Trabajar con más acierto en la perfección mutua, con benevolencia y amor.
-      Ser más humildes al reconocer que lo bueno que tenemos, no es tanto virtud sino consecuencia de nuestro temperamento y que son dones que habremos que hacer redituar para los demás.
-          Reconocer que cualquier temperamento es bueno y es un área de oportunidad para demostrar lo mucho que se aman.
-          La disparidad de caracteres enriquece la relación con las potencias de cada uno y ofrece  áreas de oportunidad para profundizar y acrecentar la intimidad conyugal.
Para conocer sobre los distintos temperamentos sugiero lean a Conrado Hock, en su libro “Los cuatro Temperamentos” (Apóstoles de la palabra),  donde resume de forma amena y breve los temperamentos, además de incluir consejos para la vida espiritual para cada uno de ellos. Esto último es muy importante para los matrimonios, pues una persona con fe tiene motivos más elevados y profundos que lo motivan para alcanzar una relación de amor autentico y un perfeccionamiento personal mayor; que además, siempre redituara en beneficio de quienes le rodean en la familia y en la sociedad.
Sobre el carácter, solo me resta decir, que tener buen o mal carácter depende en gran medida de las virtudes que el cónyuge haya logrado dominar, pues las virtudes le ayudan a comportarse bien en toda circunstancia, es decir, a hacerle “buen cónyuge” en el sentido más verdadero y completo. Ningún cónyuge se hace buen cónyuge el día de la boda, es necesario que viva la vida matrimonial y sus dificultades para que tenga la oportunidad de hacerse, a si mismo, buen cónyuge a través de la esforzada puesta en marcha de una serie de actitudes y hábitos conyugales buenos. De no hacerlo así, justificara sus vicios y dificultara o hará imposible la convivencia, conyugal y familiar, sana y positiva; convirtiéndose a sí mismo en victima de sus propias actitudes que en principio lo harán un muy mal cónyuge, y tal vez, el causante de su fracaso matrimonial, por más que trate de justificarse y de poner la culpa en la “disparidad de carácter” con el cónyuge.

Por:  Blanca Mijares
Las pruebas empíricas que apoyan el matrimonio son claras. El matrimonio es de gran ayuda para los adultos y en especial para los niños, ya que nos proporciona muchos de los bienes de nuestra vida social moderna: bienestar económico, seguridad, felicidad personal, comunidad próspera, gobierno limitado. Pero es necesario que la defensa racional del matrimonio no se base simplemente en datos sobre su utilidad, y, por lo normal, los que deciden casarse no lo hacen porque estén motivados, ante todo, por un cálculo utilitario. Sólo cuando el matrimonio se valore en sí mismo, y no como un medio para otros buenos fines, niños, adultos y sociedades recogerán sus profundos beneficios. Para esto se necesitan defensores del matrimonio (profesores, poetas, líderes religiosos, padres y abuelos, modelos a seguir) que describan y defiendan por qué el matrimonio es una buena elección en la vida de un modo que impacte en la experiencia humana.
Algunos filósofos de la moral se han ocupado en la reflexión y consideración de la naturaleza del matrimonio como un bien humano profundo, y han buscado, mediante el análisis, una mejor manera de entender lo que la mayor parte de las personas dice ser de sentido común. No todos los firmantes de la presente declaración aceptan este enfoque o perspectiva de ley natural, pero lo incluimos porque representa el punto de vista de algunos partidarios del matrimonio.
El matrimonio también ofrece a los hombres y mujeres, cuando se unen, un bien que no pueden encontrar de otra manera: una entrega mutua y completa de su persona. Este acto recíproco se solemniza en un pacto de fidelidad: la promesa de permanecer juntos como marido y mujer en las alegrías y en las penas de la vida, y de educar a los hijos que puedan venir como resultado de esta unión personal, sexual y familiar. El matrimonio une a dos individuos para toda la vida, y une a ambos con la siguiente generación que seguirá sus pasos. El matrimonio eleva, ordena y a veces limita nuestros deseos naturales para cumplir con un objetivo moral más elevado de fidelidad y cuidado de los demás.
El compromiso del matrimonio de por sí incluye la permanencia y la exclusividad: una pareja perdería lo mejor de la unión que buscan si ve que su matrimonio es sólo temporal o abierto a la infidelidad.
¿Para qué sirve una promesa de amor efímera? ¿No es injusto para uno de los cónyuges que el otro sólo le quiera mientras satisface sus deseos? De la pérdida de significado del concepto de permanencia del matrimonio emerge la cultura contemporánea del divorcio, que mina el acto de entrega de uno mismo, que es la base del matrimonio. El compromiso del matrimonio, en tanto que vinculante, es un seguro para afrontar las inseguridades que depara la vida: es la seguridad de que los cónyuges se enfrentarán al futuro juntos hasta que la muerte los separe. Al mismo tiempo, el matrimonio va más allá de la pareja y mira hacia la futura descendencia, que garantiza el futuro desde una generación a la siguiente.
El matrimonio es sexual por naturaleza. Da un significado de unión y procreación a la líbido sexual, lo que diferencia al matrimonio de otro tipo de uniones. La proximidad emocional, espiritual y psicológica de los cónyuges sobreviene cuando tiene lugar la extraordinaria unión biológica entre un hombre y una mujer unidos en matrimonio: el acto sexual. En la unión sexual conyugal, el amor entre un hombre y una mujer se materializa.
Nuestros cuerpos no son meros instrumentos. Nuestros “yo” sexuales no son meros genitales. El hombre y la mujer están hechos para relacionarse y complementarse entre ellos, con el fin de encontrar unidad en complementariedad y complementariedad en la diferencia sexual. El mismo acto sexual que une a los cónyuges es también el acto que crea una nueva vida.
Hombre y mujer comparten sus vidas y, en el momento sexual, comparten una vida en potencia. El amor conyugal encuentra su mayor realización y expresión en la procreación. Los niños encuentran en la familia la seguridad y el apoyo que necesitan para desarrollar todo su potencial, basados en un compromiso público y anterior de sus padres para convertirse en una familia.
Esta manera de entender el matrimonio no es estrictamente religiosa.Es la articulación de varias verdades universales sobre la experiencia humana, una exposición de las probabilidades de elevar la condición
humana mediante el matrimonio que todos los seres humanos pueden tener a su alcance.Muchas parejas de mentalidad secular desean las ventajas que ofrece el matrimonio: un vínculo de amor permanente y exclusivo que une a un hombre y a una mujer, y a sus hijos.
Pero el matrimonio no puede sobrevivir o prosperar cuando se destruye el ideal del matrimonio. En el campo del estado civil, las maneras radicalmente diferentes de entender el matrimonio amenazan con crear una sociedad en la que no sea posible para los hombres y las mujeres entender los bienes únicos que contiene el matrimonio: la fidelidad entre hombre y mujer, juntos como madres y padres potenciales, unidos a los niños que pueden haber sido fruto de la unión conyugal. Es esencial mantener una sociedad que  respalde lo bueno del matrimonio para garantizar que el matrimonio es un bien público. Y en una sociedad libre como la nuestra, una fuerte cultura del matrimonio también fomenta la libertad y alienta a los adultos a
gobernar sus propias vidas y educar a sus hijos de forma responsable.
Como abogan partidarios honestos del matrimonio entre personas del mismo sexo, abandonar la concepción conyugal del matrimonio, la idea del matrimonio como una unión entre dos cónyuges que se complementan sexualmente, significa eliminar cualquier principio que limite el número de cónyuges a dos. Esto supondrá la legalización de la poligamia y el poliamor (el matrimonio entre un grupo de personas), y el desarrollo de una sociedad en la que el matrimonio pierda su significado y su rango, con unos resultados desastrosos para los niños educados en un mundo de caos posmatrimonial. 
La ley es determinante para mantener esta profunda concepción del matrimonio y la gran variedad de bienes que conlleva. La ley desempeña un papel pedagógico: o bien instruye a los jóvenes en la idea de que el matrimonio es una realidad en la que la gente puede escoger participar o no, pero cuyas características no pueden ser cambiadas por los individuos a placer, o bien enseña a los jóvenes que el matrimonio es una mera convención, tan maleable que los individuos, parejas o grupos pueden escoger la opción que mejor se adapte a sus deseos, intereses o metas personales del momento.
En nuestra defensa del matrimonio como una manera de vivir beneficiosa para hombres y mujeres, no podemos ignorar la cultura y la forma de gobierno que sostienen esa forma de vida. Un filósofo de la Universidad de Oxford, Joseph Raz, que se describe como liberal, es bastante crítico, y con razón, con las formas de liberalismo que afirman que la ley y el Gobierno pueden y deben ser neutrales respeto a las diferentes concepciones de la bondad de la moral. Dice así: «La monogamia, suponiendo que sea la única forma válida de matrimonio, no puede practicarla un individuo. Se requiere una sociedad que la reconozca y la apoye a través de la actitud de sus miembros y de sus instituciones oficiales».
Lo que quiere decir el profesor Raz es que si la monogamia es de hecho un elemento clave dentro de la sólida idea de lo que se entiende por matrimonio, este ideal necesita que la ley y las formas de gobierno la preserven y la promuevan. Pero una sociedad basada en el matrimonio no puede florecer en una sociedad cuyas instituciones principales –universidades, tribunales, legislaturas, instituciones religiosas– no sólo no defienden el matrimonio, sino que lo deterioran tanto conceptualmente como en la práctica. Si el mundo social trata el matrimonio como algo fungible o insignificante, cuando los jóvenes alcancen su mayoría de edad nunca aprenderán lo que significa estar y permanecer casado, ser fiel al cónyuge al que escojan y cuidar a sus hijos.

Fuente:
Matrimonio y bien común: Los diez principios de Princeton. SOCIAL TRENDS INSTITUTE. Barcelona – Enero de 2007.

Las consecuencias públicas del divorcio son significativas. Como muestran los resultados, la ruptura matrimonial reduce el bienestar general de nuestros hijos, fuerza al límite el sistema judicial, debilita la sociedad civil e incrementa la intervención estatal en las vidas privadas.
Las cifras son realmente asombrosas. Cada año, en Estados Unidos más de un millón de niños sufren el divorcio de sus padres, y 1,5 millones de niños nacen de madres solteras. Las consecuencias generales de esta ruptura de la familia han  sido catastróficas, como demuestran los muchos indicadores de bienestar social. Por ejemplo, el de la pobreza infantil. Una encuesta reciente de Brookings indica que la pobreza infantil en Estados Unidos, desde los años setenta, se debe, casi totalmente, a un descenso en el porcentaje de niños educados en familias casadas, principalmente porque los hijos de hogares monoparentales tienen menos probabilidades de recibir apoyo material por parte del padre.
O el bienestar de los adolescentes. Un sociólogo de la universidad de Penn State, Paul Amato, estimó cómo iban a vivir los adolescentes si nuestra sociedad tuviese el mismo porcentaje de familias compuestas por los dos progenitores biológicos que en el año 1960. Este estudio determina que entre los adolescentes de esta nación habría 1,2 millones menos de suspensos, 1 millón menos de actos de delincuencia o violencia, 746.587 repetidores de curso menos, y 71.413 suicidios menos. Se pueden hacer estimaciones parecidas sobre el efecto de la ruptura familiar en el número de embarazos en adolescentes, casos de depresión y de abandono de los estudios en el colegio. La conclusión es que: los niños pagan un precio muy alto por los adultos que no saben salvar sus matrimonios.
La seguridad pública y nuestro sistema judicial también se ven afectados por los fracasos matrimoniales. Aunque el número de delitos ha descendido en los últimos años, el porcentaje de la población que está en la cárcel ha continuado creciendo: del 0,9% de la población en 1980 al 2,4% en 2003, lo que supone más de 2 millones de hombres y mujeres65. Los gastos públicos en el sistema penal (policía, tribunales y prisiones) han aumentado más del 350% en los últimos veinte años, de 36.000 millones de dólares norteamericanos en 1982 a 167.000 millones en 200166. Las investigaciones empíricas sobre la familia y el delito sugieren firmemente que la ruptura de matrimonios induce en parte al delito. George Akerlof, premio Nobel de Economía, argumenta que el aumento de delitos en los años setenta y ochenta está relacionado con el declive del matrimonio entre los jóvenes de clase trabajadora y pobre. Robert Sampson, sociólogo de Harvard, a partir de su investigación sobre el delito urbano, concluye que los índices de asesinatos y robos guardan una estrecha relación con la estructura familiar. Dice: «La estructura familiar es uno de los indicadores más fuertes, si no el más fuerte, de variaciones en la violencia urbana de las ciudades de Estados Unidos»68. Esta estrecha conexión empírica entre la ruptura de las familias y el delito sugiere que el aumento del gasto en la lucha contra el crimen, las cárceles y el sistema penal en Estados Unidos durante los últimos cuarenta años ha sido consecuencia directa o indirecta de las rupturas matrimoniales.
El gasto público en servicios sociales también ha aumentado dramáticamente desde los años setenta, en gran parte por el aumento de los divorcios y de niños que no tienen dos padres declarados. Los cálculos del coste para los contribuyentes de una ruptura familiar varían, pero es evidente que ascienden a muchos miles de millones de dólares. Un estudio de Brookings descubrió que el fracaso matrimonial estaba asociado al aumento de 229.000 millones de dólares en gastos para la seguridad social de 1970 a 199669. Otro estudio descubrió que los gobiernos locales, estatales y federales dispensan 33.000 millones cada año en gastos directos o indirectos relacionados con el divorcio: desde el coste de los juzgados de familia hasta la aplicación de los programas TANF y Medicaid. El aumento del número de divorcios también significa que los jueces de familia y los organismos de aplicación de la manutención de menores se inmiscuyan mucho en la vida de los adultos y de los niños afectados por el divorcio, estipulando las condiciones de la custodia, el régimen de visitas y el coste de manutención para más de un millón de adultos y niños cada año. Es evidente
que cuando la familia no sabe regirse, el Gobierno lo rige todo. El vínculo entre la intervención del Estado y la salud del matrimonio como institución se hace más patente si observamos las tendencias fuera de los Estados Unidos. Los países con elevados índices de hijos ilegítimos y divorcio, como Suecia y Dinamarca, invierten más dinero en bienestar social, como porcentaje de su PIB, que países con unos índices relativamente bajos de hijos ilegítimos y divorcio, como España y Japón. Aunque no ha habido una investigación comparativa definitiva sobre los gastos del Estado y la estructura de la familia, y pueden confundir este vínculo otros factores, como la religión y la cultura política, se insinúa una correlación entre los dos. Por supuesto, también sospechamos que la importancia de la intervención estatal y la ruptura de la familia están relacionados, y cuanto mayor es uno, mayor es el otro, y viceversa. Por ejemplo, estudios anteriores realizados en los países escandinavos por los sociólogos David Popenoe y Alan Wolfe parecen indicar que el aumento en los gastos estatales se asocia a una disminución en la fuerza de matrimonio y la familia. 
Con todo esto, la ruptura del matrimonio parece suponer la existencia de un Estado más caro y más intervencionista; la ruptura de la familia conlleva el aumento de la miseria en las comunidades desfavorecidas,
lo que parece provocar una mayor intervención por parte del Gobierno. Es un círculo vicioso que sólo puede acabar con la recuperación del matrimonio.

Fuente:
Matrimonio y bien común: Los diez principios de Princeton. SOCIAL TRENDS INSTITUTE. Barcelona – Enero de 2007.