Ha quedado claro que somos nosotros, conyugalmente relacionados, quienes integramos la estructura del matrimonio y quienes con nuestras acciones operamos su dinámica.

Que la estructura del matrimonio seamos nosotros significa que nuestro matrimonio tiene lo que somos, ni más ni menos, tiene lo que le hemos puesto y jamás tendrá lo que no le pongamos, pues no tiene manera de tenerlo.


Esta realidad nos brinda claridad para entender el por qué las terapias restaurativas de las disfunciones conyugales nos remiten necesariamente a la escena individual en la que cada uno debe luchar por ser un mejor amante, pues sólo siendo mejores amantes haremos mejores matrimonios. Debe quedarnos claro que el matrimonio no hace felices a las gentes, ni puede; son más bien las personas las que pueden y deben hacer matrimonios felices.

Por lo que hace a las dinámicas conyugales, estas no son sino el cumplimiento y realización histórica de las inclinaciones naturales que el amor conyugal contiene y que están presentes en la fundación de todo matrimonio verdadero.

Un matrimonio que quiere realizarse deberá volver y volver, una y otra vez a las tendencias que le dieron origen, es decir, a actualizar las notas del amor conyugal, aquellos elementos asumidos y constituidos por el acto de libertad que lo fundó, es decir, a ser unión de lo que somos como varón y mujer, brindándose lo mejor de sí, a ser fiel, perpetua y fecunda.
¿Qué pasará con lo nuestro? ¿Qué será de nuestro amor? Los amantes se preguntan ¿Y ahora qué hacemos con nuestro amor, con lo nuestro? Y dentro de las entrañas de su amor laten presentes estas cinco inclinaciones naturales, como invitaciones de la naturaleza misma de la relación que ellos han iniciado, como movimientos hacia el futuro, movimientos al que empuja su propia relación. Si comprendemos bien, estas cinco inclinaciones invitan a un muy identificable modo de ser conjunto, unido, un modo de co-ser, como destino futuro de ‘lo nuestro’. Esta invitación es a ser UNIÓN, EXCLUSIVA Y FIEL, PARA SIEMPRE, ABIERTA AL BIEN RECÍPROCO Y A SER FECUNDA. Hemos descrito ya el tipo de unión al que se le puso el nombre de matrimonio o unión conyugal. Hemos develado sus elementos esenciales. Amar así al otro, con esas propiedades o características y con esos propósitos o finalidades es amarle conyugalmente, es en definitiva querer el matrimonio con él.


Véase como la palabra ‘amor conyugal’ no es sino el nombre que se le puso a este tipo de amor, y ‘matrimonio’ el nombre del modo específico de relación a que el amor conyugal conlleva. Por lo tanto, el amor conyugal y el matrimonio no son de origen cultural, no son un invento como la aviación o el cine, sino una realidad natural a la que se le puso ese nombre. Es enteramente lógico que ninguna realidad sea posterior a su nombre, la realidad existe antes y a esa le ponemos un nombre. Esto que parece bizantino no lo es, por el contrario resulta fundamental para entender el por qué manipular el nombre de la realidad no significa manipular la realidad misma. Hoy esta de moda llamarle matrimonio a cualquier tipo de relación, incluso en algunos países a las homosexuales, sin embargo, es obvio que llamarle igual a lo diferente no lo hace igual. Es como si pretendiéramos, por ejemplo, que por el solo hecho de llamarle ‘delfín’ a la ‘ballena’, por ese motivo mutara la ballena en delfín.

Dicho esto, es fácil entender que existe una natural secuencia o asociación ecológica entre la inclinación amorosa verdadera y la unión conyugal, un ecosistema entre amarse y casarse, y que tal asociación no es un invento cultural, ideológico o legal, ni una intervención apologética exterior al fenómeno mismo del amor real, causada por un conjunto de precauciones o prejuicios sociales, morales o hasta religiosos. Por el contrario, nada más natural que la asociación entre la inclinación amorosa sexual y la unión conyugal, asociación que surge de las entrañas mismas del verdadero amor.

Ahora bien. Si existe esa inclinación natural, esa invitación en las entrañas de todo amor verdadero, significa que existe la posibilidad de actuarla, es decir, de pasar de ser posible a ser real, de que aquello que queremos ser sea real y deje de ser sólo posible, de que aquella invitación que se nos presenta como tendencia sea por fin aceptada, asumida y actualizada. Sería absurdo pensar que la naturaleza humana contuviera una potencia de imposible realización.

Es importante y básico advertir, que si bien el amor verdadero inclina al matrimonio es evidente que el paso del enamorarse al casarse no sucede de manera automática, como por metamorfosis de las inclinaciones naturales. Casarse exige la intervención de los sujetos personales de los amantes, en su propia historia. No amanecemos de repente casados, nadie resulta casado sin su personal intervención. Recordemos que la unión ha de ser engendrada, acrecentada, perfeccionada y hasta restaurada por los sujetos personales mediante sus voluntades.

Este paso, del enamorarse al casarse, del ser sólo amantes a ser esposo y esposa, requiere un nuevo e inédito impulso amoroso, un acto de dominio y disposición sobre la naturaleza misma y sus inclinaciones e invitaciones, impulso que sólo puede causar la voluntad de la persona y en rigor, la conjunción de las dos voluntades internas. Por lo tanto, la pura inclinación natural del amor a la unión no es todavía el matrimonio, sino sólo su invitación, pues es claro que dicha invitación, por mil razones, puede ser rechazada por alguno de los dos.

Casarse es asumir, integrando las dinámicas tendenciales que el amor provoca y mediante un acto de libertad de la persona sobre su naturaleza, se da y acoge al amante. Don y acogida que tiene las notas de plenitud y totalidad características del amor conyugal.

Casarse es pasar a ser eso que queríamos ser, es pasar de un amor prometido a un amor debido, constituido en nuestro modo conjunto de ser. Casarse es constituir el amor conyugal como nuestro modo de ser, de amarnos y de vivirnos.

Es importante, para entender el matrimonio, que se comprenda que lo que nos damos y acogemos es lo que somos, no lo que tenemos o lo que no tenemos o lo que nos pasa. Que los esposos compartan lo que tienen o no tienen es corolario de la unidad en su ser que ha quedado establecida entre ellos. Si somos juntos, si co-somos, la vida matrimonial consistirá en vivir en el espacio y tiempo eso que somos juntos. Si hemos fundado ‘lo nuestro’ la dinámica matrimonial no consiste sino en que lo nuestro se realice, haga realidad sus posibilidades, y éstas no son sino la proyección de las inclinaciones naturales contenidas en el amor verdadero y que ya hemos mencionado.

Si observamos bien, la invitación (al matrimonio) puede ser rechazada, pero lo que no parece razonable es, que por un lado la relación impulse e invite a la unión y por otro, de modo consciente o inconsciente se intente destruir esa inclinación, pervirtiéndola o sustituyéndola por una disociación entre amor y unión conyugal, pretendiendo que tal ruptura o disociación sea el estado normal de la relación amorosa. Disociar el amor del matrimonio es típico de frases como; ‘Para amarnos no es necesario casarnos, podemos amarnos sin casarnos’ y hasta ‘podemos casarnos sin amarnos’, frases que reflejan una desencajamiento del contenido antropológico del amor y del matrimonio. Esta ruptura o disociación no deja intacto al sujeto, lo fractura íntima y biográficamente. Además, la experiencia clínica demuestra que dicha disociación termina arruinando la duración de esos amores.

El fundamento antropológico del matrimonio exige el reconocimiento de un nexo de naturalidad, de secuencia, entre el amarse y el casarse, entre el amor sexual y el matrimonio. Lo que es contrario a aquel modelo que considera normal la fractura de la secuencia natural entre amor sexual y matrimonio, considerando que esta secuencia es invento ideológico y una intolerante restricción a  la libertad amorosa.

No se puede fracturar la natural secuencia entre amarse y casarse sin fracturar también la armónica unidad psicológica, humana, ética y biográfica de la persona. ¿Puede el hombre, encontrar su identidad y armonía existencial en una fractura de su experiencia amorosa respecto del matrimonio y la familia? ¿No es un grave error dirigir la educación en este sentido de disociar, como ajenos o hasta contrapuestos, el amor, el sexo y el matrimonio, pretendiendo además erigir este modelo en propuesta de excelencia antropológica? ¿Es posible vivir en armonía sin unidad de vida?