El encuentro matrimonial no funciona siempre como un camino ascendente y rectilíneo. Encuentra sus encrucijadas y sus espejismos. Una manera de atenuar el efecto negativo de la renuncia a los ideales del tiempo del noviazgo son las compensaciones. No somos felices, pero nos consolamos de no serlo. No nos sentimos valorados por lo que somos, pero al menos nos sentimos importantes por lo que tenemos: bienes, títulos, poder… No logramos hacernos amar verdaderamente, pero nos compensamos haciéndonos admirar. Algo es algo…



La dinámica de las compensaciones termina construyendo unas paredes de cristal que paralizan el crecimiento de la relación. Uno de los atractivos del bienestar, de la comodidad, del alto nivel de vida, consiste en que hacen más llevadero el vacío y la insatisfacción de una relación empobrecida. ¡Cuántos regalos caros, cuántas compras precipitadas, cuántos gastos son claramente un intento de darse la satisfacción que no se logra porque falta el diálogo, la intimidad, la cercanía! Las cosas sencillas son las más valiosas y simbólicas: dar un paseo como cuando éramos novios, hablar de nosotros y nuestras ilusiones, una noche romántica… Cuando ya se encuentran situadas en la vida, muchas parejas reconocen que eran mucho más felices cuando no tenían nada. Pero vivían con mucha ilusión su relación conyugal.

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La relación sexual es un elemento esencial en la vida conyugal. No se reduce a una actividad placentera y aislada. Adquiere el carácter de termómetro de la relación en sentido global. Pero la construcción de una relación sexual satisfactoria es también una tarea. Integrar lo erótico e instintivo en la entrega personal requiere mucho ejercicio de diálogo, transparencia y aceptación del otro. El sexo es espacio proceloso. Está llamado a convertirse en la gran fiesta del amor y de la unidad. Posee una gran fuerza de atracción. Con frecuencia es fuente de reconciliación y de cercanía. Suscita los más fuertes sentimientos de pertenencia y comunión. Ofrece un enorme repertorio de posibilidades de liberación y entrega incondicional.



Sin embargo, puede la sexualidad conyugal reducirse a una fuente de opresión y soledad, de dominio y manipulación. Los más fuertes sentimientos de dosificación y despersonalización están vinculados a un ejercicio inadecuado de la sexualidad conyugal. De hecho, se vive con frecuencia como humillación. Esta ambigüedad de la sexualidad hace frágil el camino del amor conyugal. Es menester mucho diálogo y paciencia para que el lenguaje sexual genital llegue a ser plenamente expresivo y comunicativo de la donación.

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Cuando los sueños de comunión de «dos en una sola carne» empiezan a hacerse esquivos y arrecia la tentación de renunciar a ellos, siempre hay a mano alguna pareja con la que compararse, en la que reflejarse y justificarse. En comparación con ellos, nosotros —se dice— somos un buen matrimonio. No hemos llegado hasta el extremo que ellos han llegado. No logramos alcanzar nuestro sueño de intimidad, comunicación, unidad, pero nos consolamos. Y como «a todo hay quien gane», cada vez se pone el listón del esfuerzo y la exigencia más bajo. Los sueños y comportamientos del noviazgo van apareciendo como idealistas, propios de aquella etapa, irrealizables después de la primera etapa matrimonial. Paulatinamente se va viviendo la renuncia a todo aquello que un día hizo vibrar y vivir. Se descuidan los gestos y detalles que enamoran y encandilan. El conformismo y la rutina se van apoderando de la relación. Los sentimientos de soledad, fracaso y tedio suelen hacerse paisaje frecuente del alma de la pareja.



Por otra parte, resulta inevitable una cierta frustración, dado el alto nivel de expectativas e ideales que se han construido en los primeros tiempos de matrimonio. Se cuestiona la propia imagen. Uno no es tan generoso, tan comunicativo, tan transparente como había creído. El contraste con la realidad diaria va produciendo un cambio en la percepción del cónyuge. Y brotan las preguntas: ¿Es ésta la persona con la que me casé? ¿Es éste el que estaba tan pendiente de mí? ¿Dónde ha quedado su amabilidad, su delicadeza, su amor? ¿Me habré equivocado de persona? ¿Éste va a ser el futuro que me espera para el resto de mi vida?

Pero también cambia en el decurso del tiempo conyugal la percepción que uno tiene de sí mismo. Uno se da cuenta de que no es la persona que se había imaginado: no es tan altruista, tan comunicativo, tan enamorado. El descentramiento inicial no se traduce automáticamente en comportamientos coherentes, en actitudes constructivas. El proceso del encuentro matrimonial es lento y ambiguo. Tiene que superar la comodidad, las heridas, el cansancio, la dificultad de aprender de la propia experiencia. El matrimonio trae la felicidad sólo como conquista progresiva y adquisición creciente. Es sólido y fuerte en la medida en que resulta satisfactorio para los dos cónyuges, aun cuando sea a costa de lucha y esfuerzo.

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